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El violinista baja del tejado, se acerca a un banco del erial de hormigón y hierro donde descansan las pinturas tribales, y con su pausado sentir abre, muy a su pesar el estuche donde reposa su más preciado compañero.

A vueltas con el arco deshilachado, se han enhebrado en las cuerdas seis letras que sonaban a nombre femenino, pero como las oscuras golondrinas dejaron de colgar por un cambio de estación, de tiempo y de lugar.

Un mareo de visillo ahumado, le lleva por una sinfonía sentida de ausencia y viento que arrastra las hojas a sus pies inmóviles. Botellas por el suelo que se asemejan a islas desiertas, con espuma en sus rompientes y un arrecife áspero de cemento ardiente.

En plena rapsodia de soledad se marcha el día como el humo del cigarrillo que se está fumando. Respira para morir bien fuerte, pero la tarea es bien complicada, nadie puede decidir por él, nadie le solicitará una pieza, un movimiento, o una armonía ansiada.