Me decidí a salir de ese lado oscuro que tanto te gusta. Arriesgué y me quedé pensando si había sido el final, o si nos quedaban muchas horas que compartir. Tras varias vueltas alrededor de tu planeta, tome tierra en la misma silla de siempre, en esa silla de pensar -que no de montar- donde llamo a gritos a tu recuerdo.
Al salir y ver tanta luz quedé cegado por la oscuridad de tus puertas: nadie me había avisado de que los cuerpos celestes tenían entrada. Es verdad que me aproximé a esa entrada, pero no podía traspasar ese oscuro trecho hacia un nuevo mundo, ese lugar tan interesante. Como siempre escogí el camino más largo… Eso sí, conseguí que esas puertas se abrieran, o infelizmente creo que sucedió.
Por fin fueron más las horas que los minutos, y aproximándome a una orbita estacionaria sobre tus días, logré entrar en tu campo magnético… Nuevas sensaciones de tiempos pasados. No es curioso pensar que haya un universo circular, o que esa idea que rodaba por mi cabeza me confirmara que tu planeta «no es un color».
Cuando me di cuenta, volvía a encontrarme en pañales y llorando como un niño, pidiendote con mi infantil fatalidad unos segundos de atención. Grité tu nombre varias veces por la ventana, me subí a la silla para ver si todavía podía encontrarte en la calle. Los visillos no engañaban, el día se cerró y tú no estabas allí.
De pronto recordé que había salido a la luz. Un exantema de inseguridad con máculas de complejos inherentes a la historia clínica de mis días reaparecía. Creo que la enfermedad volvía, que cada segundo que pasaba mi pronóstico empeoraba, y que como siempre, la medicación todavía no se había inventado.
En un retiro prudente tomé la puerta hacia la oscuridad que siempre tengo debajo y resucité al mestizo emigrante vestido de poeta, ese que sí tenía derechos en tu planeta, siempre y cuando no los ejerza. Volví a usar ese trozo de porcelana que tapa mis ojos, esa defensa y ataque que tan bien conoces…
Giré por el planetario varias veces, pero sólo la claridad y la silla vacía encontré.