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Un pequeño tocadiscos tañe a saltos la sensualidad de tu figura, y a cada giro tus ojos, oscuros como el vinilo, me llevan al lugar más profundo, ese en el que te amé en silencio, allí donde sobre un lecho de hierba fresca te susurraba la tibia melodía del sudor del verano rodando por tu espalda.

Ahora, mirando la aguja de este ‘pick up’ se viene a mi mente la textura de tu cuello, y la sensación de los cabellos de tu nuca erizados cuando, en un braille irreal, percutí el primer poema que mis cuerdas vocales nunca se atrevieron a recitarte.

Ese disco, ajado y abandonado por el tren del futuro en una estación de cercanías, me recuerda a ti. Ahora camino por el abrasante asfalto de largas avenidas, con una vaina electrónica que abusa de las canciones. A cada paso, me falta el aire en una atmósfera tóxica entre la escasa distancia que separa la emisión de vibraciones de la cuenca de los ojos con los que intento escuchar.

Mi corazón, lejos de entrar en un ritmo relajado y placentero, se acelera a 45 revoluciones por minuto. Quedan dos surcos para el final, y todavía sigues viva…