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Desde esta habitación blanca me siento cegado al mirar la oscuridad de tus ojos. Hacía tiempo que no escribía sobre ti, pero sabes que no te he olvidado ni un segundo. Días sobre días de claridad que se aferran a mi retina de invierno, esa que vibra con tu jersey de cuello vuelto al verte sonreir.

Ahora, a más de mil horas de distancia recuerdo que el coche tiene poca gasolina, y el petróleo sigue subiendo. En cada vuelta al mundo decido recostar mi cabeza en tu regazo, pero vuelvo a chocar contra la dura realidad de esa ausencia que se prolonga en el espacio más que en el tiempo de mi recuerdo.

Bajo a buscar el correo al buzón inmaterial que nos mantiene unidos, pero veo que el cartero, con su parsimonioso y tedioso protocolo habitual, no ha dejado nada para mí. Sigo tirando botellas al mar, con mensajes como este, por si algún día llegan a tu playa, pero me temo que la quilla de algún barco las quiebra antes.

Desde la habitación blanca no veo agua, ni arena o dunas que recuerden a tu anatomía. Sigo mareado en la marea de los mares de aceite que, sin la sirena, se convierten en pétreos cementerios de salud oleosa.