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‘El único que me hizo un poco de caso fue Celestino, a quien se lo dije en cuanto me metí en la cama. Él me contestó, medio dormido y medio despierto: «Otra vez la araña. Déjala tranquila, que ella hizo lo mismo cuando era chiquita». Y se terminó de dormir’

(Reinaldo Arenas)

Concebir, engendrar, parir, amamantar y volver a procrear para perpetuar tu vida a través de vástagos. Así, y con más saña vivía la araña, desde su sedoso templo de cristal a contraluz. Miles y miles de octópodos caminando sobre ella, asustando a su progenitora con el recuerdo de hormigas.

Ojos de octógono para observar a su deseado y nutritivo insecto, del que envidia el vuelo, desde la indolente aerostación que le acerca al viento, desde la rama a la hoja, su pequeño país irreal.

Allí, con su rostro femenino vigila el caminar del sol en el horizonte, aguarda su oportunidad de brillar en la noche y teje sueños donde sus retoños no le pisan, donde su imagen no inquieta, donde su confección se cotiza.

Y durante la oscuridad, Celestino intenta que vea la realidad, pero no lo consigo. Todo sigue siendo blanco y negro, en dos dimensiones, y en este soporte irreal. Pero no desistiré en encontrarla, la araña, las rosas, el fuego? Sentir.