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La noche esconde secretos que lejos de mantenerse ocultos desean fervientemente ser revelados. Agua en sus manos, viento en su cabello, fuego en su mirada y tierra en su vientre. Como y desde siempre a la distancia prudencial de dos frases bien encadenadas, para tropezar en la tercera.

A la vuelta de una persona, y en el recodo de su sonoro pensamiento, caminos largos y distancias cortas para hablar, sentir y compartir, para no poder asir con estas débiles manos, para retocar cada imagen e imaginar mil plegarias en una santería racional.

Se transfigura y todo el alrededor se vuelve de una tenue niebla de la que emerge la sirena de los mares de aceite, ese alma que se resbala entre tus brazos para que sientas que ha estado en tu pecho, esa necesidad de volver a poner palabras una detrás de otra para caer en la impostura estética de ese aire que te ha hecho respirar.

Hoy, y no como ayer, convertido en el enterrador del cementerio de cifras muertas y jeroglíficos extraños de los que debemos entender y nunca llegaremos a comprender. Nuevamente al silencio, a la oscuridad, al frío y a la mediocridad del mediodía, contando los infinitos minutos para volver a mirar.